Nos obsesiona tanto el amor que hemos olvidado lo que es. No
paramos de desearlo, buscarlo, añorarlo, pero, ¿lo conocemos? ¿lo sentimos? El
amor, al igual que nosotros, fuera del momento presente no existe. “Amé” o
“amaré” significan lo mismo: nada. Lo único que cuenta es el presente de
indicativo: “amo”. Pero el lenguaje puede ser engañoso. Las palabras no crean
objetos ni sujetos, sólo los reflejan. La mayoría de las que decimos y oímos a
diario lo único que reflejan son propósitos y fantasías. Bien que nos las
podríamos ahorrar, pero es tal el vacío que nos rodea que es inevitable tratar
de rellenarlo con algo. Mientras ese “algo” no pase de ser una sarta de sonidos
huecos, no queda otra que resignarse. En el momento en que lo vano e
insustancial se transforma en falsedades y mentiras deja de ser inofensivo, lo
envenena y lo corrompe todo. Una vez mezclados, el blanco y el negro son
inseparables. Tenía razón Borges: “No exageres el culto de la verdad; no hay
hombre que al cabo de un día, no haya mentido con razón muchas veces.” Lo malo
es hacer de la mentira un modo de vida, y acabar confundiendo lo cierto con lo
falso.
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