Somos como estaciones ferroviarias por las que
constantemente pasan trenes de viajeros, de carga, lentos, rápidos, de ida, de
vuelta, llenos, vacíos… Los vemos llegar, detenerse, alejarse. Algunos nos
traen cosas alegres, positivas. Otros en cambio nos dejan tristeza, penas,
pesimismo. Cuando se apea algún viajero curioso, más interesado en descansar y
estirar las piernas que en nosotros, tratamos de llamar su atención, de
gustarle, por ver si se queda, si olvida reemprender su viaje. Vano intento que
siempre acaba en fracaso. Quizá porque el andén está plagado de recuerdos inútiles,
que no sirven de nada y lo afean o, simplemente, porque somos incapaces de
retener a nadie. Excepto a la soledad que es la única que no nos abandona, que
permanece silenciosa e inamovible siempre, y rara vez emprende un corto viaje
de ida y vuelta. Pues muy bien: seguiremos así hasta que el tiempo decida
demolernos y, entonces, sólo entonces, alguien nos recuerde, nos eche de menos
y reconozca que, en cierto modo, fuimos acogedores, útiles, necesarios, quién
sabe si hasta incluso valiosos. Pero ya será tarde. ¿No oyes el silbato? Apura
tu café y vete, que se te escapa el tren.
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