Todo hombre o mujer va unido a determinados paisajes. Son
los decorados de una vida y definen al personaje. Es curioso, los que más añoro
y recuerdo son aquellos en los que he experimentado por igual la felicidad y la
desdicha. Donde sólo fui un turista feliz no me interesan tanto. Soy
cosmopolita y mi patria ha sido y es este bello y maltratado planeta azul que
debería llamarse agua y no tierra. Allá donde hay personas sinceras y
razonables está mi gente, y desde la más humilde choza hasta el más lujoso palacio,
siempre que sea bien venido me siento a gusto y lo considero mi hogar, porque
no me incomodan la pobreza ni el lujo, y me adapto a todo y lo disfruto sin
exigencias ni renuncias vanas. Como decía don Juan Tenorio (mi antítesis): “Yo
a las cabañas bajé, yo a los palacios subí”, pero, al contrario que él,
procurando dejar memoria alegre de mí. Si alguna vez la dejé amarga fue muy a
pesar mío, porque errar es humano y bien que lo siento. Como mis posesiones
caben en media docena de cajas y mis sentimientos no entienden de distancias,
no estoy anclado en lugar alguno. A falta de riquezas materiales, poseo la
libertad de ir y estar donde y con quien me plazca, sin más brújula que el
corazón que es el que me marca el rumbo. Es cierto que ya no me apetece tanto
viajar y que me he vuelto sedentario, pero aún gozo haciendo la maleta cuando
es menester, y acudiendo allá donde alguien querido me reclama y me espera.
Poder hacerlo me hace sentir vivo, y el día que no pueda y me convierta en un
espectador de mi propia vida, sabré que ha terminado la función y que llegó el
momento de saludar e irme en silencio, sin aplausos ni abucheos qué tampoco fue
para tanto. Mientras, como hoy brilló el sol y ahora se ve la luna, me quedo
con mi copa de oporto, un buen habano y Rilke:
“Rosa, oh contradicción pura en el deleite
de ser el sueño de nadie bajo tantos
párpados.”
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