Cuando fracasan las palabras, y suele suceder a menudo, nos
enfrentamos al animal que todos llevamos dentro, con sus condicionantes
atávicos que nos devuelven a la prehistoria, o quizá aún más lejos. Incluso el
lenguaje maldito, que mencione hace meses en un poema, es menos peligroso que
el silencio forzoso o la incomunicación absoluta. Mientras sea posible el
diálogo es posible el acuerdo, o al menos, la posibilidad de alcanzarlo en
futuros intentos. Cuanto se rompe, se abre un abismo difícil de salvar. Las
palabras, dulces o agrias, tienden un puente entre las personas, y antes o
después, con buena voluntad por ambas partes, se produce el acercamiento. El
silencio y la indiferencia, siembran la incomprensión y el odio. Además de lo
que hacemos, también somos lo que decimos. Lo hecho, muchas veces hay que
explicarlo o matizarlo, o no sirve de nada. Discutir o polemizar con alguien no
es malo, lo peor es volverle la espalda y no escucharle. Aquí topamos con el
meollo de la cuestión, creemos que nuestras razones nos justifican siempre, y
olvidamos que el otro tiene las suyas, y por soberbia u obcecación, renunciamos
al esfuerzo de tratar de comprenderlas. Cuántas guerras y enemistades crónicas
nos habríamos ahorrado simplemente con unas horas de paciencia y de humildad.
Incluso cuando estamos convencidos de estar en lo cierto, conviene dar un
margen a la duda, y un mínimo porcentaje de credibilidad al oponente. Incluso,
en ciertos casos extremos, mejor ser generosos y ceder un poco, antes que
echarlo todo por la borda, y caer en las garras de la intransigencia. Como bien
dijo Goethe: “No preguntemos si estamos plenamente de acuerdo, sino tan sólo si
marchamos por el mismo camino.” Y estoy convencido de que la inmensa mayoría
andamos por el mismo. Unos recto y otros dando bandazos, según las
circunstancias de cada cual, pero lo importante es que vamos en la misma
dirección, y nos guste o no, el final será igual para todos.
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