Huele a tierra mojada, huele a lluvia. Todo recuerdo va
asociado a un olor, y este me recuerda a mi infancia. Por engañosa que nos
parezca a veces, la memoria propia y ajena son las mejores fuentes, donde mejor
podemos saciar nuestra sed de conocimiento. El miedo a la muerte no es más que
el temor a perderla, porque al dolor lo conocemos, pero la idea de cruzar el
Leteo resulta aterradora.
Si mi querido tío levantara la cabeza y detectara en mí alta
dosis de romanticismo volvería a morirse del disgusto y la decepción. Después
de recorrer juntos la historia, filosofía y literatura griega y latina, no
entendería que su sobrino favorito acabara en el bando de los que consideraba
sentimentales descerebrados. Para él, volteriano de pura cepa, la razón y la
lógica debían regirlo todo. Llegaba al extremo de afirmar que el verdadero amor
era un mero contrato de convivencia entre dos personas libres y maduras, y que
nunca moriría de infarto porque no tenía corazón. Y lo que son las cosas, no he
conocido a nadie tan noble y generoso como aquel viejo gruñón, ni un marido más
cariñoso, detallista y fiel. Yo no poseo su cultura ni sus firmes convicciones,
pero lo que antaño me enseñó en los libros y en sus ideas y pensamientos, lo
conservo y me ayuda a mantenerme de pie y a levantarme cuando me toca besar el
suelo.
Sigue lloviendo: El chipichipi es una leve música que
acaricia y humedece el silencio. Por mi memoria, abierta de par en par,
revolotean infinidad de recuerdos. Si lo del río no es una leyenda y estoy
condenado a perderlos, unos pocos sobrevivirán aquí por un tiempo. Bueno, algo
es algo, y menos es nada. “La letra mata, mas el espíritu vivifica.” Espero que
sea cierto.
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