Cada vez juego menos al escondite. En realidad jamás me
gusto ese juego. De niño, tal vez porque no he sabido nunca esconderme, a mí
era al primero que buscaban. Mi prima se enojaba conmigo: “¿Por qué siempre te
escondes en el mismo sitio?”, y yo no me atrevía a confesarle que deseaba que
me encontrara pronto, porque prefería perder cuanto antes con tal de tenerla a
mi lado. “¿Eres tonto?” Lo era, todo el que se enamora lo es. En el desangelado
mundo de los adultos, es más fácil esconderse y que no te encuentren. Eso
suponiendo que haya alguien que quiera buscarte. Pero no me escondo, y cuando
otros lo hacen, corro a buscarlos inmediatamente. Continuo siendo el mismo
tonto de antaño, no me han cambiado los desengaños ni la edad. Cierto que uno
envejece por fuera y se le deteriora la carcasa, pero no deja de ser el que
fue. Por mucho que retroceda en el tiempo, puedo reconocerme. Lo sustancial no
cambia, al menos en esta vida, en la otra no lo sé.
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