No soy amante del verano, pero me sirve para descansar, y en
cuanto empieza la canícula, indefectiblemente, releo a Josep Pla. Él me enseñó
dos cosas muy importantes para mí, la tolerancia y la humildad. Puedo disfrutar
sus libros en castellano o en catalán, porque su prosa es diáfana como las
mañanas de esta estación en la que me aletargo y distraigo tanto. Cuando
alguien con inquietudes literarias comete la imprudencia de preguntarme qué le
aconsejaría leer, suelo recomendarle “La huida del tiempo”, que es un libro
ameno y sabio, de los que acompañan siempre, sin abrumar ni atosigar, sea cual
sea el estado de ánimo, el propósito o la edad del lector. El insigne payés era
un tipo curioso y de los más peculiares que he conocido en mi ya largo deambular
por los vergeles y desiertos de las letras –que de todo hay en ellas-, y muy a
pesar suyo, pues se obstinaba en negarlo, un gran poeta que nunca escribió
versos.
Volviendo al verano que a tantos entusiasma, como entiendo
que es necesario y que la naturaleza no da puntadas sin hilo, me limito a
aceptarlo. Creo que la mar hace lo mismo, y se resigna al sin fin de
vociferantes bañistas que, embadurnados de aceites y cremas, chapotean a diario
en sus orillas. En estas fechas prefiero la montaña o el campo, y en ellos me
refugio en cuanto puedo. Comer, beber, leer, pasear y, sobre todo, dormir muchas
horas, libre de teléfonos, ordenadores y obligaciones, me rejuvenece el
espíritu. Tiempo habrá de escribir y pensar en cosas aparentemente más serias.
Ahora sólo me apetece soñar y descansar.
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