La vida fue el mayor regalo que me hicieron mis padres. Nací
porque se amaban; soy fruto de un gran amor que interrumpió o prolongo la
muerte. Hace años, con mis propias manos, junté el “polvo enamorado” de ambos,
para que sus átomos, como sus almas –donde quiera que estén-, se fundieran en
un último y definitivo abrazo. Cómo me habría gustado poder imitarlos, seguir
su ejemplo: Pero, pese a haberlo intentado varias veces, en todas fracasé. Mis amores,
al contrario que el suyo, se marchitaron pronto. Amé y me amaron haciendo bueno
el dicho de que “quien no ama demasiado, no ama lo suficiente”, pero ni a ellas
ni a mí, el amor nos salvó del naufragio. Entonces, ¿cuál fue la razón? Para no
variar, el corazón y la cabeza están en total desacuerdo y se culpan el uno al
otro. Por si sirve de algo, -que no creo-, me declaro culpable. Cuando mis
viejos discutían, tras unas cuantas horas de silencio, ella le preguntaba: ¿Me
quieres? Y el tipo duro se levantaba de inmediato del sillón y su respuesta era
siempre abrazarla. Los tiempos, las personas y las relaciones cambian. A mí, en
las mismas circunstancias, jamás me preguntaron eso. Tampoco me atreví a
preguntarlo. ¿Para qué? Mejor ahorrarse el “no”.
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