Tengo amigos entrañables que son dados al optimismo fácil. Suele
ser gente buena y sencilla para la que querer es poder, y no hay más. ¡Olé al
Carpe diem, al relativismo y al buenismo a ultranza! Ya Voltaire los describió
en su novela Cándido, y miren que ha llovido desde entonces, pero no han dejado
de perseverar en su afán de verlo todo de color de rosa. Quien no es feliz es
porque no sabe serlo; al que se está muriendo le bastaría con desear vivir para
curarse; el que perdió el amor de su vida no debería estar triste sino buscarse
otro; el que pasa hambre es porque no se ha percatado aún de dónde está la
comida, y… ¡para qué seguir! Lo curioso y enternecedor es que la mayoría de
ellos no predican con el ejemplo, ya que tampoco son felices ni nadan en la
abundancia. Sufren y padecen como el que más, pero se consuelan pensando que
todo tiene solución. Su fe no mueve montañas, pero transforma la realidad en un
espejismo idílico en el cual todo es posible, y lo malo y lo feo lo inventamos
los que no podemos ver el mundo como ellos lo ven y somos incapaces de aplicar
sus recetas para que todo vaya de fabula. Su ingenuidad no es un defecto;
tampoco una virtud. Si acaso una variedad de miopía. ¿Para qué debatir con
quienes, diga lo que diga, sé de antemano lo que me van a contestar? Nada más
lejos de mi ánimo que estallarles su burbuja de colorines, pero me niego a
comulgar con ruedas de molino y negar lo evidente. Sería inútil decirles que no
todo depende de uno mismo, y que, por más que cueste aceptarlo, lo inevitable
existe. Y por mucho que sepamos encajar o disimular, las derrotas nos dolerán
igual. ¿Pesimismo? No, queridos, solo un mínimo de sentido común.
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