Cuando usamos la palabra “verdad”, podemos referirnos a dos
cosas: a que una proposición es verdadera y no “falsa”, o a que una realidad es
verdadera y no “aparente”, “ilusoria”, “irreal” o “inexistente”. Para
Aristóteles la fórmula es esta: “Decir de lo que es que no es, o de lo que no
es que es, es lo falso; decir de lo que es que es, y de lo que no es que no es,
es lo verdadero.” Para los hebreos la verdad es la confianza, la voluntad fiel
o la promesa, de ahí el amen, es decir, “así sea”. Unos se basan en el
conocimiento y los otros en la creencia. Ustedes y yo combinamos ambos
conceptos y los utilizamos a diario; “Sé esto o creo aquello”, dependiendo del
grado de certeza y si podemos demostrarlo o no. Sé que existo y creo que existe
Dios. Lo primero lo puedo demostrar, lo segundo es indemostrable, y, sin
embargo, para mí ambas cosas son verdaderas.
Las relaciones humanas se basan más en la confianza que en
el conocimiento. Aunque es imposible conocer del todo a alguien, necesitamos
confiar en los demás. Nunca podremos estar seguros de lo que sienten o piensan,
pero confiamos que sus sentimientos y pensamientos son lo que aparentan ser.
Cuando, con sus palabra o sus hechos, nos hacen desconfiar, el pilar que
sustenta la relación se tambalea. Porque no lo sostiene un utópico “los conozco
y sé como son”, sino la confianza que nos merecen, y que una vez perdida cuesta
mucho recuperar. No sólo la mentira y las verdades a medias, sino también la
ambigüedad y las falsas apariencias, pueden echarla por tierra.
Proposición: Expresión de un juicio entre dos términos,
sujeto y predicado, que afirma o niega este de aquel, o incluye o excluye el
primero respecto del segundo.
Realidad: Existencia real y efectiva de algo.
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