Pasadas las doce de la noche, hora en la que las carrozas se
convierten de nuevo en calabazas, los cocheros en simples ratones, y las
humildes cenicientas pierden algún que otro zapato de cristal, un servidor se
retira a su casa. El único atractivo de seguir de fiesta es el ¿qué pasará? Si
sabes de antemano que no va a pasar nada emocionante, mejor no malgastar tiempo
y energías, robadas a la lectura y al sueño, con espejismos vanos ni enamorarse
de rayos de luna. Aún quedan príncipes ilusos a los que les encantan las
cacerías, gustan de engañarse a si mismos y creen en los milagros. La fe, –que
en esos casos no mueve montañas-, suele durarles hasta el preciso instante en que,
tras un sin fin de copas, cigarrillos y palabras huecas, toca emprender la
retirada. Claro que siempre pueden inventarse excusas, maldecir los relojes y
afrontar, con cierta dignidad, el mareo y la resaca. Como antaño fui uno de
ellos y sé lo que se siente, les invito a café por la mañana, mientras finjo
creerme sus historias, que apenas sirven para justificar ojeras, pero no evitan
el poso de amargura que, día tras día, los desengaños les dejan en el alma.
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