viernes, 14 de febrero de 2014

BUENAS NOCHES


Hace unos dos mil años los dioses griegos y sus equivalentes romanos, cuya única diferencia era el nombre, fueron vencidos por el cristianismo, y emprendieron un largo exilio del que tal vez nunca regresen. No obstante, su influencia en la cultura occidental es aún inmensa y continua vigente, sin duda porque reflejaban a la perfección los defectos y virtudes humanas. Nunca antes ni después la divinidad fue tan asequible como entonces. Descendían de su residencia, el Olimpo, y se unían a nosotros en el amor y en la guerra. Eran apasionados, compasivos y crueles, justos e injustos, y premiaban y castigaban caprichosamente. Se peleaban entre ellos, amaban, odiaban, traicionaban e incumplían sus propias reglas. Su poder no era ilimitado, y aunque inmortales, podían sentir dolor, y saborear tanto las mieles del triunfo como el acíbar del fracaso. En cierto modo los prefiero a los dioses únicos y omnipotentes que se mantienen alejados e indiferentes ante las calamidades y conflictos de la Humanidad. Creo que está de más decirles que mi preferida ha sido siempre Palas Atenea, a la que los romanos llamaban Minerva. De niño tuve celos de Ulises, su protegido, pero el que siempre tuviese un búho a su lado me consuela y dice mucho a su favor. En cualquier caso, ni que decir tiene que la prefiero al frívolo Cupido y a sus alocadas flechas. Esté donde esté quiero pensar que ella me guía y me protege, y que las letras que junto a diario la complacen, pues soy y seré mientras viva su más fiel servidor.

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