Hace unos dos mil años los dioses griegos y sus equivalentes
romanos, cuya única diferencia era el nombre, fueron vencidos por el
cristianismo, y emprendieron un largo exilio del que tal vez nunca regresen. No
obstante, su influencia en la cultura occidental es aún inmensa y continua
vigente, sin duda porque reflejaban a la perfección los defectos y virtudes
humanas. Nunca antes ni después la divinidad fue tan asequible como entonces.
Descendían de su residencia, el Olimpo, y se unían a nosotros en el amor y en
la guerra. Eran apasionados, compasivos y crueles, justos e injustos, y
premiaban y castigaban caprichosamente. Se peleaban entre ellos, amaban,
odiaban, traicionaban e incumplían sus propias reglas. Su poder no era
ilimitado, y aunque inmortales, podían sentir dolor, y saborear tanto las
mieles del triunfo como el acíbar del fracaso. En cierto modo los prefiero a
los dioses únicos y omnipotentes que se mantienen alejados e indiferentes ante
las calamidades y conflictos de la Humanidad. Creo que está de más decirles que
mi preferida ha sido siempre Palas Atenea, a la que los romanos llamaban
Minerva. De niño tuve celos de Ulises, su protegido, pero el que siempre
tuviese un búho a su lado me consuela y dice mucho a su favor. En cualquier
caso, ni que decir tiene que la prefiero al frívolo Cupido y a sus alocadas
flechas. Esté donde esté quiero pensar que ella me guía y me protege, y que las
letras que junto a diario la complacen, pues soy y seré mientras viva su más
fiel servidor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario