Como cada noche, a la hora de juntar letras, me asalta la
duda de a quién va a interesarle lo que yo escriba. Cuando no tengo claro lo
que deseo decir, la página o la pantalla en blanco me pone los pelos como
escarpias y me entra el miedo escénico. Hoy, una vez más, tuve que enfrentarme
a quienes pretenden tener siempre razón. Es imposible dialogar con ellos,
porque se ciñen al guión sin desviarse un ápice de lo establecido, y a mí me
encanta improvisar. Vivir y actuar según lo previsible y lo acordado resulta
tan aburrido, que prefiero salirme del camino y andar campo a través. Ya sé que
es arriesgado, pero merece la pena tropezar y equivocarse una y mil veces, a
cambio de ser libre y experimentar sensaciones nuevas sin resignarse ni
renunciar a nada. Con el corazón por delante y el cerebro detrás tratando de
corregir el rumbo y frenar sus alocados impulsos, navego por el río del tiempo
sabiendo a dónde, pero no por dónde, me lleva. Todos, hasta los más ilusos,
conocemos el destino final de este viaje que a mí se me está haciendo corto,
demasiado corto. Del niño que subía a su atalaya en la azotea a ver amanecer al
casi viejo de ahora, apenas si hay distancia. Sólo una incomprensible y
engañosa cifra de años difícil de creer. Saltando de recuerdo en recuerdo, en
pocos segundos me pongo de entonces a aquí, porque en medio apenas encuentro
nada relevante en lo que detenerme. Si acaso algún que otro instante en el que
fui feliz o creí serlo, y tras él el vacío de la desdicha, la rutina y el
tedio. Lo demás son “historias que recordar no quiero”, y esperanzas y sueños
que nunca llegaré a realizar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario