Mi infancia la pasé en una casa enorme, antigua y decadente,
poblada por tímidos e inofensivos fantasmas. En cada recoveco, tras las altas
columnas, los apolillados muebles y las tremolas cortinas, yo sabía que estaban
aguardando a que me fuera a jugar a otra parte para salir de sus escondrijos, y
levitar por las solitarias estancias. Eran tímidos, prudentes, y nunca trataron
de asustarme. Mi abuela rezaba por sus almas, y les encendía a diario mariposas
en vasos con agua y aceite. Si ves sombras –me decía- no temas nada ni salgas
corriendo. Quédate quieto y mira hacia otro lado. Ellos no pueden ni quieren
hacerte ningún daño, y tienen tanto derecho a estar aquí como nosotros. Esta
también es su casa.
Me costó, pero aprendí a aceptarlos. Mientras junto estas
letras, percibo su presencia sin temor alguno. Ignoro si estos fantasmas de
ahora son los mismos de antaño, –nadie nos presentó-, pero sé que están, que me
observan, y que no debo volverme bruscamente a mirarlos. Decía Paul Èluard, que
“hay otros mundos, pero están en este.” Tenía razón; los poetas y las abuelas
son sabios.
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