jueves, 15 de mayo de 2014

BUENAS NOCHES

Mi infancia la pasé en una casa enorme, antigua y decadente, poblada por tímidos e inofensivos fantasmas. En cada recoveco, tras las altas columnas, los apolillados muebles y las tremolas cortinas, yo sabía que estaban aguardando a que me fuera a jugar a otra parte para salir de sus escondrijos, y levitar por las solitarias estancias. Eran tímidos, prudentes, y nunca trataron de asustarme. Mi abuela rezaba por sus almas, y les encendía a diario mariposas en vasos con agua y aceite. Si ves sombras –me decía- no temas nada ni salgas corriendo. Quédate quieto y mira hacia otro lado. Ellos no pueden ni quieren hacerte ningún daño, y tienen tanto derecho a estar aquí como nosotros. Esta también es su casa.

Me costó, pero aprendí a aceptarlos. Mientras junto estas letras, percibo su presencia sin temor alguno. Ignoro si estos fantasmas de ahora son los mismos de antaño, –nadie nos presentó-, pero sé que están, que me observan, y que no debo volverme bruscamente a mirarlos. Decía Paul Èluard, que “hay otros mundos, pero están en este.” Tenía razón; los poetas y las abuelas son sabios.

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