¿Si a los dioses los desahuciaron del Olimpo, y sufren en
silencio y sin quejas su eterno exilio, cómo voy a vociferar y a quejarme yo?
Ellos son inmortales, y la inmortalidad para esos desdichados es el peor de los
castigo. A los humanos, los males no nos duran cien años. No soy filósofo,
pienso a trancos y trompicones. En mi cabeza, las ideas van, como saltamontes,
de un lado para otro sin orden ni concierto. Digo lo primero que se me ocurre,
y me contradigo a diario. Por eso no culpo a ninguna de las que, hartas de mis
contradicciones, me dejaron solo en el nido o me echaron de él. Y compadezco a
quienes tratan de entenderme cuando ni yo mismo me entiendo.
Últimamente mi poesía es
una especie de exorcismo, con el que trato de liberarme de lo muerto o, mejor
dicho, de lo que debería estarlo. Un buen exorcista ha de tener fe, y yo no la
tengo. Sé a lo que tendría que renunciar, pero me niego a hacerlo. Como el que
escoge el mal por su gusto, al infierno a quejarse, no me quejo. De modo que
seguiré juntando letras hasta que, Cronos, que ahora trabaja de relojero en
Suiza, decida que se acabó mi tiempo.
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