Es
curioso, ¡las cosas que uno recuerda y echa de menos en estas soledades del
domingo! Antes oía cantar a los míos en casa, y también yo cantaba a diario. Comprábamos
unos libritos llamados cancioneros para aprendernos letras de canciones que
escuchábamos por la radio. Hoy tengo a mi alcance cuanta música me apetece, y
ya no canto ni nadie canta a mi
alrededor. Nos quedamos mudos de pronto. Alguna vez me entran ganas, pero, ¡qué
pensarían los vecinos! Seguramente que tomé unos gin-tonics más de la cuenta y
me puse alegre. Bueno, ¿acaso es malo alegrarse? ¿Y por qué iba a ponerme
alegre y no triste? Cuántas veces antaño fue la tristeza la que me hizo cantar
y llorar al mismo tiempo. En fin, de todo aquello apenas queda el eco en los
confines de la memoria. Los que ahora me acompañan mientras junto estas letras
y canturreo en voz baja, parecen como querer disculparse. ¡Por favor, si no les
culpo! Los fantasmas no cantan.
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