Veo el mundo a través
de cristales que se me empañan por momentos. A veces me pregunto si en realidad
lo veo o sólo lo imagino o recuerdo. Hay cosas que, afortunadamente, no
cambian. La mar sigue siendo la misma, somos viejos amigos y, cuando me acerco
a ella, nos reconocemos. Hasta diría que se alegra tanto de verme como yo me
alegro de verla activa y luminosa siempre. Señora de la vida y del
misterio. Inmenso y mágico útero del que nació todo lo que hoy anda, repta y
vuela sobre la tierra. Desde que tengo uso de razón, –no mucha, para qué
engañarles-, la he tenido cerca. Me crié en una playa, con la mar, la arena y
el sol por compañeros de juegos. Dos de mis amigos de entonces pagaron cara la
osadía de desafiarla. Mi padre, que la adoraba, me enseñó a respetarla mucho,
pero, como la conozco bien, no la temo. Es curioso, para los de tierra adentro
suele ser “el mar”, para los marineros y los que vivimos en sus orillas es “la
mar”. No sé si el masculino en este caso denota desconocimiento. Diría que si,
porque la mar es femenina al ciento por ciento. Como toda hembra, es bella,
sensible y generosa, aunque hay momentos en los que, si se enoja, sabe
mostrarse firme e intratable e incluso cruel. Cuando me muera no quiero ser
incinerado ni que mis cenizas las arrojen a sus inquietas aguas. Soy terrícola
y deseo reposar bajo la tierra para devolverle todo lo material que hay en mí.
Pero amo más a esta que ahora tengo ante mis ojos, que despertó mi libido con
caricias y besos de espuma, obsequiándome dos de los tres colores primarios, el
verde y el azul. El tercero, el rojo, me lo obsequió mi madre.
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