Los antiguos griegos
entendían la vida como un río por el que navegamos hacia el Leteo, en el que
nos aguarda el Barquero para cruzarnos a la otra orilla. En esa breve travesía
perderemos todos nuestros recuerdos. Yo ni creo ni dejo de creer, pero, por si
acaso, cuando me muera que me pongan como a ellos una moneda en la boca para poder
pagar el viaje. A mí querida amiga Angela Bevilacqua y mí
nos gustan mucho estas leyendas que tienen un trasfondo de verdad. El lenguaje
de los símbolos es capaz de expresar más y mejor lo oculto y misterioso de la
existencia humana. Los dioses del Olimpo, apasionados, soberbios y caprichosos,
aunque mucho más cercanos a nosotros que los actuales, no eran omnipotentes y
aun a riesgo de despertar su cólera se les podía engañar. Imaginarlos en el
exilio me provoca como a Heine una compasiva melancolía. Si todo ocaso tiene su
punto de tristeza, el crepúsculo de los dioses paganos es más patético y
enternecedor. Ya sé que a la mayoría de la gente les traen sin cuidado estas
cosas, pero no está de más conocer lo que sin ser conscientes de haberlo
heredado forma parte de nosotros y condiciona nuestras creencias. Un árbol se
sostiene y sobrevive gracias a sus raíces. Cuanto más extensas y profundas sean
estas, mejor. Todo lo que somos y tenemos está en el presente, pero el suelo
que pisamos es la consecuencia de un pasado que no debemos olvidar. Lean o
relean la Ilíada, y no dejen que el cine que la simplifica y empobrece, les
prive de tan delicioso manjar.
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