Las personas –yo, al
menos, para no caer en el error de generalizar- no tenemos compartimentos
estancos e impermeabilizados. La alegría y la tristeza, el buen humor y el
malo, se transparentan e impregnan lo que hacemos y decimos a diario. Somos
emisores y receptores de emociones y sentimientos, por más que, a veces,
preferiríamos ser esfinges. No solo las
palabras, la mirada y los gestos nos delatan; ausencias y silencios son
igualmente expresivos, o tal vez más. En varias ocasiones hemos hablado de las
máscaras y disfraces que, en nuestra sociedad carnavalesca, donde tanto se
valoran las apariencias, se ha vuelto una necesidad. Ser o no ser da lo mismo,
lo importante es aparentarlo. Admitamos que el camuflaje es un arte que a
algunos nos está negado. Y, por supuesto, exige talento y sacrificios. Que
quieren que les diga, con un mínimo esfuerzo puedo llegar a comprender a tales
“artistas”, pero no admirarlos. Una de las falacias que más me disgusta es la
de que “una mentira, si se repite mucho, acaba siendo verdad.” ¡Pues no y mil
veces no! Una mentira es lo que es y lo seguirá siendo aunque la mayoría la
crea y la dé por cierta. Los camaleones auténticos, son fascinantes; los
humanos que los imitan, acaban resultando patéticos.
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