El que no haya hecho alguna vez en su vida el idiota, que
levante la mano. Por supuesto que no es lo mismo hacerlo que serlo. En mi caso,
y por la cuenta que me trae, prefiero no analizarlo. Hay momentos en los que el
corazón nos traiciona, –mejor que nos traicione él a nosotros, que nosotros a él-,
y acabamos buscando como locos la piedra con la que ya tropezamos, por tropezar
con la misma de nuevo. Es cierto que si aprietas una piedra en tu mano,
acabarás sintiéndola latir. Pero no te engañes, el que sientes y padeces eres
tú, no ella. Y aunque me disgusta tener que reconocerlo, las piedras y los
imposibles existen y son como son. Ellas no sienten ni padecen, y hay cosas que
por más que deseemos que sean, no serán nunca. Creer lo contrario es hacer el
idiota o serlo, y me temo que yo, a menudo, lo hago o lo soy. Aunque, bien
mirado, peor sería ser inteligente y cuerdo todo el tiempo, o aparentarlo. Hay
idiotas que afirman que tropezar puede llegar a ser divertido, y que cayendo se
aprende a caer. Yo, la verdad, aún no he llegado a tanto. Mientras escribía
esto, recordé la frase de Tristan Tzara: “Mírenme bien! Soy idiota, soy un
farsante, soy un bromista… ¡Soy como todos ustedes!” Y sin mirarme al espejo ni
detenerme a pensar mucho, le doy la razón.
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