Es cierto -Porchia tenía razón-, cuando hablo o junto letras
es porque me ha vencido lo que digo. De lo contrario, me quedaría en silencio.
No merecemos las palabras, nos las dan porque nos las dan, y como no son
nuestras, mejor regalarlas. Ya sé que hay quienes comercian con ellas, las
venden y las compran como mercaderías. Bueno, es un modo como otro cualquiera
de ganarse el sustento. No me parece mal. Pero yo las regalo, precisamente
porque no son mías, sino de los que me las dieron, de aquellos que he leído y
escuchado a lo largo de mi vida, y de los que, sin haber escrito nada,
hablándola también enriquecieron la lengua. Ni siquiera debo enorgullecerme del
supuesto don de saber usarlas, ya que es un privilegio que me fue concedido sin
haber hecho nada para merecerlo.
Me río al recordar la de veces que me pidieron que
escribiera misivas de amor o poemas destinados a enamorar a alguien. Sudé tinta
al hacerlo, porque no soy Cyrano. Jamás he intentado conquistar a nadie, y
tampoco sabría cómo hacerlo. En estos casos, las palabras pasan a ser placebos
en los que algunos depositan toda su fe. Pero por si solas no enamoran, y mejor
un simple “te amo” propio, que mil versos ajenos. Uno acepta el encargo –qué
remedio-, y lo cumple como mejor sabe y puede. Lo que suceda después será
mérito o demerito del que se lo encargó. En el amor es uno mismo el que ha de
servir de cebo. Lo demás es “pan para hoy y hambre para mañana”, humo, brindis
al sol.
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