De siempre me encantaron los jardines. Crecí entre flores
–mi madre la más bella-, y su fragancia fresca y dulce me acompaña y me inspira
siempre. Los he conocido grandes y suntuosos, esculpidos a cortes de tijera.
Pero prefiero aquellos que reflejan la naturaleza tal cual es, exuberante y
caprichosa a la vez. He amado, soñado, leído y escrito en ellos. Dibujé, pinté
y fotografié su bucólico encanto. De algunos podría reconocer las cristalinas
voces de sus fuentes, porque el agua, al igual que nosotros, se expresa
diferente en cada una de ellas. Los suelo rebautizar a mi antojo, así el de
Murillo en Sevilla es para mí el jardín de los adioses, el del Retiro en
Madrid, el de la amistad, el de Santa Margarita en la Coruña, el de la poesía y
los sueños, el Jardín Canario en Las Palmas de Gran Canaria es el de lo
prohibido, el Jardín del Beso en Xátiva es el de la ilusión, y hay muchísimos
más. Cada uno de ellos, como cualquier otro paisaje en mi vida, va íntimamente
asociado a la imagen y al nombre de una mujer, y a amores tan bellos y sublimes
que para no morir se refugiaron en el ayer, y en él permanecen a salvo de los
embates del presente. Como también la verdadera amistad es amor, aunque sin
sexo, en todos esos jardines amé a la que iba a mi lado. No presumo de bueno,
ni de sabio, ni soy un buen poeta, pero si de algo puedo enorgullecerme es de
haber amado. Y si me fuera permitido llevarme algo al más allá en el que creo y
descreo a cada instante, sin dudarlo me llevaría los recuerdos de las mujeres
que amé. Algunas me correspondieron, otras no. Pero por lo mucho que me
aportaron, el más bello de los jardines del mundo lo llevo en mi memoria.
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