Todos recordamos nuestros amores. Independientemente del
resultado nos enriquecieron tanto que son inolvidables y da gusto recrearlos.
Pero hay otros amores que ni siquiera llegaron a nacer. Se malograron, murieron
o los matamos cuando apenas eran semillas o pequeños brotes de ilusión y cariño,
y jamás sabremos lo que hubieran podido llegar a ser. De estos, que ni siquiera
merecen el calificativo de fracasos, hablamos y escribimos poco. No obstante,
aún me acuerdo de alguno de los míos, y sin cuestionarme nada a estas alturas
ni hacerme preguntas necias a las que no sabría responder, repaso lo vivido y
sentido entonces. Una leve sonrisa y un poco de ternura en los ojos son el
resultado de estas breves inmersiones en lo que pudo ser y no fue. Somos la
consecuencia de lo que hicimos y de lo que dejamos de hacer.
En un viejo poemario encontré esta tarde una amapola
aplastada y seca, y una amarillenta hoja de papel. “Eres la que esperaba, la
que siempre soñé.” Creo saber a quién le dediqué esas letras hace más de
cuarenta años, aunque después no fue ella, -que no leyó ese verso ni supo ni
sabrá nunca que lo escribí-, la que me enseñó que el amor por más que lo
esperes te sorprende cuando menos lo esperas, y no en sueños sino en la
realidad.
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