En cierta ocasión pregunté a alguien si lo que escribía iba
dirigido a mí. La respuesta fue un “no” tan doloroso como un latigazo. Hizo
bien, y nada que objetar al castigo, por duro que sea, si uno lo tiene
merecido. Hay casos en los que es malo y hasta suicida interpretar alegremente
lo que otro dice o escribe. También es cierto que es irresponsable y arriesgada
la ambigüedad. Pero no todo el mundo puede, sabe o quiere decir las cosas a la
cara, y ante la duda, y por si acaso, –“gato escaldado, del agua fría huye”-,
el que junta estas letras ya no pregunta nada si se siente aludido, y ante el
menor atisbo de duda prefiere ser prudente y callar. De los golpes se aprende,
o se debería aprender. Como lo que no quiero para mí no lo quiero para nadie,
cuando no especifico y cito nombres, mis palabras no van dirigidas a alguien en
concreto sino a todos los que quieran leerme, y no contienen mensajes
subliminales. Escribo sobre aquello que me tocó vivir, disfrutar o padecer,
pero créanme que lo que tuve que decirle a alguien ya se lo dije en su momento,
y si tuviera que repetirlo se lo diría directamente, en privado o en público,
sin andarme por las ramas, porque hay asuntos con los que es mejor no jugar.
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