La luna roja no pasa de ser un mero eclipse, un espectáculo
tan natural como el amanecer o el ocaso. Nuestra atávica tendencia al
esoterismo y la mitificación nos hace ver en ella misterios y presagios.
Inconscientemente el color rojo lo relacionamos con la violencia, la pasión, el
fuego y la sangre. También es normal que el azar nos depare sorpresas, y ponga
ante nuestros ojos imágenes que, en la memoria –sólo en ella-, reavivan
vivencias del pasado. Lo malo, por más que a veces resulta inevitable, es
sobredimensionar y confundir lo real con lo irreal, lo vivo con lo muerto. El
amor y el fuego, una vez apagados y fríos no vuelven a arder si no los
prendemos, y para hacerlo, no valen las cerillas usadas. Y como tampoco los
recuerdos ni las cenizas son combustibles, si queremos que ardan, tendremos que
aportar sentimientos y leña. Del pasado se aprende, pero es inhabitable. Todo
lo que afecta e importa está en el presente. Aquí y ahora es posible hacer y
deshacer, continuar, acabar, o comenzar de nuevo. Para mí recordar no supone
añorar el ayer. Si quiero recuperar a alguien o algo que he perdido, si es
posible, estaré dispuesto a luchar hasta las últimas consecuencias. Si es
imposible lucharé igual, pero lograrlo me llevará más tiempo.
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