Mi abuela Pino era pequeña e inquieta como gorrión en invierno. La vida
es para algunos una severa y cruel maestra; con ella lo fue. La recuerdo con la
sonrisa triste en los labios y el alma en los ojos. Siempre activa, siempre
haciendo algo en casa. Sólo se sentaba para comer, y media hora cada tarde a
escuchar la novela que daban por la radio. No sabía leer ni escribir, y era sabia.
Trabajaba de sol a sol a cambio de una mísera paga, y era generosa. La
traicionaron, y siempre fue leal. Le rompieron el corazón, y jamás se quejó. No
tenía nada material, y me legó la mayor de las herencias. Tras sufrir un amago
de infarto la ingresamos en una clínica. La visitaba a diario, y ella me
guardaba el postre que le daban en la comida. La tarde que murió, en su mesilla
de noche me dejó un flan cubierto con una servilleta; fue su regalo de
despedida. Sé que nadie me ha querido ni me querrá tanto como ella me quiso.
Hay seres a los que la muerte transforma en semillas. Al recordarlos, uno los
va sembrando en otras almas. No soy buen jardinero, pero cultivo su recuerdo
con auténtica devoción. Del que se alaba a si mismo, suele decirse que no tiene
abuela. Yo no la tengo, pero la tuve y desde chico me enseñó a no
hacerlo.
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