Se me
ha echado el tiempo encima. Ya es tarde, y aún no he pensado en nada para esta
fría noche de invierno, en la que hasta las letras se resisten a abandonar su
cálido anonimato. En fin, de algo hay que hablar. Estoy dando un repaso a mis
creencias. Dios y el amor, que no difieren mucho y quizá son lo mismo, protagonizaron
las dos últimas noches. Si estoy en lo cierto, lo humano y lo divino son la misma cosa.
Pese a alguna que otra duda y altibajo, siempre he sido panteísta, es decir,
creo que todo el Universo es Dios. De lo más ínfimo hasta lo más inmenso del
cosmos, de la materia inerte a la vida bulliciosa, percibo la presencia del
Creador. Nuestro estado es algo pasajero, y el antes y el después meras
incógnitas que nadie ha logrado despejar. Hubo un tiempo en el que me
inquietaban y les prestaba atención. Ya no me preocupan lo más mínimo. Lo que
ha de ser será, y no pienso malgastar mi tiempo especulando sobre ello. Un
viejo me contó una vez que, con los años, el frío nos va subiendo por el cuerpo
y cuando nos llega al corazón, morimos. Me reí mucho entonces, ya no me hace ni
pizca de gracia. De cuántas cosas nos reíamos antaño, y hoy está demostrado que
son ciertas. Lo único que me importa es esto, lo que tengo al alcance de mi
mano y mi intelecto. En mi corazón hay muchos corazones latiendo al unísono. Ni
el desamor ni la muerte lograrán que ninguno se pare mientras yo viva. Tratemos
de abrigarnos mutuamente. Combatamos el frío.
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