El
océano enojado, el cielo plomizo y el aíre húmedo y frío, son la imagen severa
y cruda del invierno que me trae a la memoria aquellos charcos convertidos en
mares, por los que Tomasito hacía navegar diminutos barquitos de corcho con
velas de papel. Transformado en Poseidón, agitando las aguas e imitando,
sin saberlo, a Boreas. Constructor, armador y capitán de las naves que iban de orilla a orilla llevando
como pasajeros a unas cuantas hormigas desconcertadas. Para un niño de su edad
no existía el tiempo, ni otra obligación que acudir a regañadientes cuando lo
llamaba su madre. Nuestros navíos, toscos e improvisados, requerían de ciertas
dotes de inventiva, imaginación y, sobre todo, valor para defender la flota de
perros traviesos y de piratas. Por suerte no faltaban palos y piedras cuando
era preciso hacer respetar el derecho marítimo. Todo esa magia se ha perdido.
La de ahora está patentada y no es espontánea y gratuita como antaño. Los niños
continúan siendo niños y sus necesidades básicas son las mismas. Pero los
actuales pueden permitirse lo que para nosotros era inimaginable. La verdad es
que no sé si alegrarme o entristecerme; si han ganado o perdido; si tanta
tecnología, despilfarro y sofisticación les hace bien o mal. Entonces no
teníamos nada y soñábamos; hoy tienen de todo y me pregunto: ¿con qué sueñan?
Lo cierto es que cuando veo un charco, me entran unas ganas locas de
arrodillarme y volver a jugar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario