Hace
años hablaba, en mi diario, de las ilusiones perdidas. Fueron tiempos malos
aquellos, en los que el mundo me parecía hostil y desértico. La muerte de mis
padres, un desengaño amoroso y serios problemas de salud, provocaron un
cataclismo en mí. Al releer esas páginas y revivir todo aquello, me sorprende
haber podido superarlo. Hay náufragos que no recuerdan cómo llegaron a la orilla o
quién los rescató. Lo cierto es que logré escapar del abismo con la lección
bien aprendida. Nadie está a salvo. Escalar es duro y arriesgado; mantenerse es
difícil. En cambio, caer es muy fácil. En cuestión de segundos podemos perderlo
todo. Cuando presumimos de fuertes, la vida se encarga de demostrarnos lo
contrario. La enfermedad y la miseria están siempre al acecho. Pensaran que soy
pesimista: pues no, lo que no soy es ciego. No preciso ser confiado ni
engañarme a mi mismo para disfrutar el presente. Tampoco me asusta el futuro,
ya que, por malo que sea, en la vida –salvo la muerte- todo se puede afrontar y
superar. A lo que si renuncio es a la soberbia, a creerme invulnerable, a la
vanidad. El éxito es la antesala del fracaso y viceversa. El ayer nos enseña,
el hoy es una nueva oportunidad y el mañana una incógnita. Ni euforias ni miedos.
Vivir es saber esquivar y encajar golpes, y asumir la fortuna como algo
pasajero sin vanagloriarse de ello. Paciencia, humildad, gratitud y
generosidad. El resto es humo.
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