Al
releer a los poetas y novelistas del romanticismo me doy cuenta de cuánto hemos
ganado y perdido en los dos últimos siglos. Nos guste o no reconocerlo, mucho
de lo bueno que hoy disfrutamos se lo debemos al pueblo francés, que fue el
primero en romper las cadenas del absolutismo y en sembrar, con su ejemplo, las
semillas de la libertad y la igualdad en Europa y América. La Revolución, terrible y sangrienta,
marcó un antes y un después en la historia de la humanidad. Cuando se presenta
la gangrena es preciso amputar. La sociedad de entonces la sufría y reaccionó
del único modo a su alcance. La nuestra padece hoy otro tipo de enfermedades
que es preciso curar con urgencia para evitar males mayores y que no se repita
la tragedia.
Anteponer
el corazón a la cabeza o, lo que es lo mismo, los sentimientos a la razón,
entraña riesgos, pero, para algunos –entre los que me cuento- resulta
inevitable. Y eso es ser romántico. Por supuesto que el romanticismo actual es
diferente al del siglo XIX. El nuestro es menos idealista y apasionado, quizá
porque no somos tan extremistas ni vivimos al límite. La inmensa mayoría hemos
renunciado a la violencia, pese a que los noticiarios se empeñan en
contradecirnos porque las buenas noticias no venden, y, con alguna que otra
excepción, nos respetamos y entendemos más y mejor que entonces. Debemos
continuar mejorando tanto en lo personal como en lo colectivo, a la vez que
reconocer y defender lo ya logrado, que es mucho. Yo, al igual que el
Principito, también cuido con esmero mi rosa y la llamo esperanza.
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