La
casa de mis tíos tenía jardín. Hay muchos tipos de jardines, en los que suelen
predominar dos estilos, el francés y el inglés. El primero es muy decorativo y
geométrico, pero, para mi gusto, peca de artificial. El segundo es más natural,
improvisado y variopinto. Aquel en el que pasé mi infancia era de estos
últimos. En él las plantas y las hierbas crecían
libres, sin que apenas se notara en ellas la mano y los caprichos del hombre.
Nada como aprender a amar la naturaleza sobre el terreno. En aquel centenar de
metros cuadrados tomé conciencia de lo que son la zoología y la botánica.
Vegetales, aves e insectos empeñados en alimentarse, reproducirse y sobrevivir.
Vida y muerte representadas en un idílico escenario ante la curiosidad de un
niño que lo observaba todo con ilusión y asombro. Allí aprendí la diferencia
entre mirar y ver; entre la crueldad y la necesidad. La araña no es malvada ni
la mariposa buena. No hay hormigas laboriosas y cigarras frívolas. Los pájaros
no son verdugos ni las orugas víctimas. Todo tiene un porqué, y el mal sólo se
da en aquellos que, conociendo el bien, pueden elegir. No me cansaré nunca de
repetir aquello de Paul Eluard: “Hay otros mundos pero están en este”. Y, por
insignificantes que parezcan, conocerlos supone una experiencia a la que no
debemos renunciar.
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