Qué bien que se
apagaron las luces en el bosque que no son otra cosa que cocuyos y luciérnagas,
porque aquí no tenemos luz eléctrica ni falta que nos hace. Casi me parece
mentira, pero yo viví los primeros años de mi infancia sin ella. Recuerdo que
en cuanto oscurecía, mi madre prendía un par de velas, y después de cenar nos
íbamos todos a la cama a dormir.
Bueno, al menos yo, los adultos no sé. Ya en casa de mi abuela, poder leer un
rato cada noche bajo la luz de una vieja bombilla, me parecía algo maravilloso
y mágico. En aquel entonces no me gustaba nada la noche. Acurrucado bajo mi
manta, oía extraños ruidos por la casa. Las mandíbulas de las termitas, los
pasos de incansables hormigas y cucarachas, el tejer de las arañas. Yo lo
escuchaba todo, y mi imaginación, estimulada por tanta literatura fantástica,
convertía aquella sinfonía nocturna en historias de duendes, demonios y
fantasmas Tardaba en dormirme, y mis sueños, que solían comenzar bien, acababan
convertidos en pesadillas. Me despertaba al alba, y en pijama subía a la
azotea, a mí mundo, seguido de mi gata, a ver amanecer. No sé por qué les
cuento esto. Supongo que el ver el bosque en penumbras, me trae a la memoria
escenas y temores de mi infancia. No me hagan caso.
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