jueves, 20 de agosto de 2015

BUENAS NOCHES


Una de las grandes virtudes de la literatura es que nos permite convivir con los muertos. En los últimos años se ha extendido la creencia de que nadie muere si se le recuerda. Yo sigo creyendo que es justo y necesario morirse, y que si lo anterior fuera del todo cierto no me dolerían tanto las ausencias. Pero debo añadir que de esto, como de tantas otras cosas, no sé nada de nada. Tendría siete u ocho años cuando vi morir a mi hermana Soledad. Conocía la muerte en los libros, pero me impresionó verla tan de cerca. No me asusté ni sentí pena, sólo curiosidad. Recuerdo que una vecina dijo de mí: “Qué fuerte es este niño.” Muy propio de ciertos adultos el malinterpretar las cosas; lo mío no era fortaleza sino inconsciencia. Días más tarde cuando comencé a echarla de menos, me pasé horas y horas llorando sin parar. Para los que tenemos el privilegio de formar parte de ella, la vida se muestra en ocasiones dura y desagradable. Hasta en los caminos de rosas resulta inevitable herirse con espinas que uno no espera ni ve. Cuanto más nos acercamos a lo bello más expuestos estamos a esos punzantes e inesperados pinchazos que nos recuerdan que en el placer también hay dolor, y en la alegría, tristeza. Tan normales son los nacimientos como los entierros, y no es bueno esconder nada bajo la alfombra. Además, últimamente aquí estamos solos, como en familia, unos cuantos amigos charlando y compartiendo lo que pensamos y sentimos a diario. Qué bien si participan otros; si no, nosotros a lo nuestro. 

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