Una
de las grandes virtudes de la literatura es que nos permite convivir con los
muertos. En los últimos años se ha extendido la creencia de que nadie muere si
se le recuerda. Yo sigo creyendo que es justo y necesario morirse, y que si lo
anterior fuera del todo cierto no me dolerían tanto las ausencias. Pero debo
añadir que de esto, como de tantas otras cosas, no
sé nada de nada. Tendría siete u ocho años cuando vi morir a mi hermana
Soledad. Conocía la muerte en los libros, pero me impresionó verla tan de
cerca. No me asusté ni sentí pena, sólo curiosidad. Recuerdo que una vecina
dijo de mí: “Qué fuerte es este niño.” Muy propio de ciertos adultos el
malinterpretar las cosas; lo mío no era fortaleza sino inconsciencia. Días más
tarde cuando comencé a echarla de menos, me pasé horas y horas llorando sin
parar. Para los que tenemos el privilegio de formar parte de ella, la vida se
muestra en ocasiones dura y desagradable. Hasta en los caminos de rosas resulta
inevitable herirse con espinas que uno no espera ni ve. Cuanto más nos
acercamos a lo bello más expuestos estamos a esos punzantes e inesperados
pinchazos que nos recuerdan que en el placer también hay dolor, y en la
alegría, tristeza. Tan normales son los nacimientos como los entierros, y no es
bueno esconder nada bajo la alfombra. Además, últimamente aquí estamos solos,
como en familia, unos cuantos amigos charlando y compartiendo lo que pensamos y
sentimos a diario. Qué bien si participan otros; si no, nosotros a lo
nuestro.
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