Un
juntaletras que se precie de serlo ha de escribir de todo. Como no espera
obtener ganancia alguna, es libre de decir lo que le apetece, y si después le
leen cuatro en vez de cinco tampoco pierde el sueño por eso. Antes alquilaba
mis mañanas y mis tardes, ya no, porque tampoco nadie querría alquilarlas, pero
mis noches siempre fueron mías. Por eso las apuro y
las estiro al máximo. Toda virtud que se exagera acaba convertida en defecto.
Vanagloriarme de la relativa libertad que disfruto cuando a nadie intereso como
esclavo, o de ser sincero si en nada iba a beneficiarme la hipocresía, no
tendría sentido. Soy como soy porque no sé ni puedo ser de otra manera, y eso
no tiene ningún mérito. Afortunadamente para mí, los que me conocen saben que
al juntar letras lo único que pretendo es liberarme de la sobrecarga emocional
de leer y pensar tanto, y aceptan felices o resignados lo que escribo, sin
pedirle peras a un olmo. Les quedo agradecido por ello. Si pudiera viajar,
conocer mundo, recibir flechazos de Cupido, ganar o perder batallas, cada noche
tendría cosas interesantes que contarles. Pero vivo recluido en mi viejo olivo,
que ni siquiera es torre de marfil ni se le parece, y sólo puedo hablarles de
lo que pasa en mi interior y en los libros. Sin orden ni concierto, porque en
mi cabeza las ideas se mueven a su antojo; vuelan, caen y se enredan cuanto les
place, y así no hay modo de ser coherente y no contradecirse. En fin, un
desastre.
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