Supongamos que alguien
que conozco o creo conocer, a propósito o por casualidad, llega hasta aquí de
vez en cuando y lee mis letras. No es cierto, pero puestos a suponer,
supongamos que suele leerlas a menudo, porque, aún sin estar interesada en
ellas, es persona curiosa y no hay nada malo en serlo. Tampoco sería
descabellado pensar que, en ocasiones se preguntará: ¿esto lo escribió para
mí, o pensando en mí? O incluso que, en vez de preguntárselo, lo creyera. Con
razón o sin ella nos pasamos la vida imaginando cosas; a veces acertamos y
otras no. Dado que es inevitable, no nos culpemos a nosotros mismos ni a nadie
por ser imaginativos y soñar despiertos. Lo que esa persona no haría nunca para
salir de dudas es dirigirse a mí; tal vez por considerarlo innecesario, o
porque el riesgo de buscar la verdad es encontrar la respuesta. Si tras tantas
suposiciones e hipótesis hubiera algo concreto en lo que apoyarnos para no
seguir levitando en el limbo de lo posible, todo sería más fácil. Si el corazón
y la cabeza hablaran el mismo idioma en vez de estar siempre enfrentados, no
tendría sentido plantearse estas cosas. Pero somos como somos y no podemos ni
queremos cambiar. Pese a que “de lo que escribe uno no sabe”, por no mantener
por más tiempo con el alma en vilo a quien seguramente ya ni me lee ni me
recuerda, no tengo ningún reparo en aclararle que no y sí escribo pensando en
ella.
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