Soy Tomás, y aunque
nunca he dejado de ser un niño, tengo la misma edad que el otro Tomás, que a
veces no me deja jugar. Yo no soy él, pero él tiene mucho de mí, aunque no
siempre quiera reconocerlo. Sé que trata de protegerme y cuidarme, pero apenas
si se protege y se cuida a si mismo, y lo que a él lo daña, nos daña a los dos.
Es mi hermano mayor, el padre que perdí, el amigo que nunca tuve, y
le tengo mucho cariño. Se siente culpable de no haberme ayudado a realizar mis
sueños. Bueno, también con los suyos fracasó, y de poco le sirvió mi ayuda. Se
ríe si le digo que le enseñé a escribir y a leer a los clásicos. Se enoja
cuando le hago ver que me está plagiando en los versos que le dedica a la mar o
a la luna. A mi me da igual porque son de los dos. Las mujeres que lo
conquistaron (él nunca conquistó a ninguna), me han querido y mimado tanto, que
no le perdono haberlas perdido. Con ellas podía mostrarme tal cual soy y era
feliz. Ahora me lee, sin reprocharme nada, aunque tampoco me va a dar la razón.
Te doy la gracias, viejo gruñón, por haberme dejado escribir este “buenas
noches”, y por permitirme compartir tu vida. Por dejarme jugar a la pelota con
otros niños en el parque, por fotografiar gaviotas y cometas para mí, por
publicar algunos de mis versos, por dejarme asomar a las ventanas de tus ojos y
columpiarme en tu maltrecho corazón.
Espero
que les guste esta frase de Dickens: “No está en mi naturaleza ocultar nada. No
puedo cerrar mis labios cuando he abierto mi corazón”. ¡Miren, el viejo búho
sonríe! ¡Adiós!
No hay comentarios:
Publicar un comentario