Créanme si les digo que
no junto letras para que lo que escribo guste. Esa preocupación llega después,
cuando ya es demasiado tarde. Así es, y así debe ser la cosa, y es lo que
diferencia a la brújula de la veleta. Tampoco busco que me entiendan: en poesía
cuenta más sentir que entender. Yo no presumo de conocer a las estrellas, a las
mujeres y a las flores, pero me atraen, las admiro y las amo
por cuanto me hacen sentir; con los poetas me sucede lo mismo. Si entender y
conocer lo propio es tarea difícil, por no decir imposible, lo de los demás ya
ni les cuento. Uno se enamora por lo que le hace sentir el otro, y no por
conocerlo. Si el amor dependiera del conocimiento, tardaríamos años en
enamorarnos, o no nos enamoraríamos jamás. Nuestros sentidos se limitan a
percibir sin juzgar lo que perciben, y por eso rara vez se equivocan. Somos
nosotros, al analizar la información que recibimos de ellos, los que nos
confundimos y cometemos errores. Suele decirse que “sobre gustos no hay nada
escrito”, cuando es todo lo contrario: se ha escrito y se escribe demasiado.
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