Como resido en una isla
cuando viajo me veo en la necesidad de usar el avión. Les extrañará que siendo
búho deteste volar, pero me inquieta depender de unas alas tan diferentes a las
mías. Pese a ello, la verdad es que he viajado mucho. Estuve en la India con
Rudyard Kipling, en Malasia con Salgari, en China con Marco Polo, en Rusia con
Dostoievski y Tolstói, en Egipto con Mahfuz, en
Grecia con Homero, en Roma con Moravia, en Japón con Loti, en África con
Hemingway y Conrad, en Norte América con Faulkner, en México con Reyes y Paz,
en Cuba con Lezama y Cabrera Infante, en Colombia con García Márquez, en
Argentina con Borges, Mujica Láinez y Pizarnik, en Uruguay con Onetti, en Chile
con Neruda, Mistral y Rojas, en Perú con Vargas Llosa, en Brasil con Jorge
Amado, y además di dos veces la vuelta al mundo con Verne y Blasco Ibáñez. Me
van a perdonar, o a agradecer, que no siga, pero la lista sería demasiado
larga. Lo cierto es que hay muy pocos lugares en el mundo en los que no haya
estado, y siempre en la mejor compañía. Lo poco que sé lo aprendí en estos
viajes, y lo bueno es que puedo repetirlos sin el menor esfuerzo. Conozco a más
de uno que prefiere otro tipo de transporte mucho más caro y hasta peligroso
para ir hasta donde yo he ido sin moverme de casa. Lo comprendo pero no les
envidio. Hoy estuve con mi amigo Dostoievski en San Petersburgo, disfrutando
del espectáculo de lo que ellos llaman “noches blancas”, que él plasmó en una
romántica y deliciosa novela corta que se llama así, “Noches Blancas” y que les
recomiendo leer. Ya ven, sin ser pescador ni haber pescado nunca, con qué
habilidad y sutileza sé envolver el anzuelo. Si lo muerden me lo agradecerán.
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