martes, 28 de julio de 2015

BUENAS NOCHES


Hoy no les aburriré con reflexiones sobre escritura y poesía. Me apetece hablarles del patio de mi madre. Y digo bien: “su patio”, ya que en él se pasaba la vida recreándose en sus flores, plantando y replantado, leyendo y cosiendo en la vieja mecedora que heredó de mi abuela. No es que fuera muy grande, pero para un niño de cinco años que apenas salía de casa, aquel vergel era el mundo, y se sentaba en un rincón a observarlo. Tras una cancela que lo separaba del resto de la casa, primero se encontraba el mueble con la destilera de piedra recubierta de líquenes y culantrillos con una talla de barro debajo que, gota a gota, iba recogiendo el agua filtrada. Al fondo el gallinero; a ambos lados, bien sujetos a los muros, jazmines y glicinas; en el suelo de tierra, infinidad de macetas grandes y pequeñas con todo tipo de plantas. Ella colgaba algunos comederos con grano para que acudieran los pájaros. Las fragancias y trinos me embelesaban tanto que me pasaba horas oliendo, mirando y escuchando aquel paraíso, con una gata ronroneando a mi lado. Una gata grande, de pelaje negro y carácter huraño que me seguía a todas partes, y que no se dejaba acariciar por nadie. “Está en su derecho”, solía decir mi madre. La casa y el patio ya sólo existen en mi memoria. En ella continua mi madre, eternamente joven, cultivando sus plantas, y aguardando, paciente, mi regreso. El paraíso cambió de lugar, pero continua intacto. 

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