Hoy
no les aburriré con reflexiones sobre escritura y poesía. Me apetece hablarles
del patio de mi madre. Y digo bien: “su patio”, ya que en él se pasaba la vida
recreándose en sus flores, plantando y replantado, leyendo y cosiendo en la
vieja mecedora que heredó de mi abuela. No es que fuera muy grande, pero para
un niño de cinco años que apenas salía de casa,
aquel vergel era el mundo, y se sentaba en un rincón a observarlo. Tras una
cancela que lo separaba del resto de la casa, primero se encontraba el mueble
con la destilera de piedra recubierta de líquenes y culantrillos con una talla
de barro debajo que, gota a gota, iba recogiendo el agua filtrada. Al fondo el
gallinero; a ambos lados, bien sujetos a los muros, jazmines y glicinas; en el
suelo de tierra, infinidad de macetas grandes y pequeñas con todo tipo de
plantas. Ella colgaba algunos comederos con grano para que acudieran los
pájaros. Las fragancias y trinos me embelesaban tanto que me pasaba horas
oliendo, mirando y escuchando aquel paraíso, con una gata ronroneando a mi
lado. Una gata grande, de pelaje negro y carácter huraño que me seguía a todas
partes, y que no se dejaba acariciar por nadie. “Está en su derecho”, solía
decir mi madre. La casa y el patio ya sólo existen en mi memoria. En ella
continua mi madre, eternamente joven, cultivando sus plantas, y aguardando,
paciente, mi regreso. El paraíso cambió de lugar, pero continua intacto.
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