Cuando conozco a
alguien no se me ocurre preguntarle dónde vive, a qué se dedica, ni cuánto gana
al mes. Uno que conocí hace tiempo, solía presentarse a si mismo como Fulano de
tal y tal, pediatra. Y a continuación informaba a la persona que acababa de conocer
de que vivía en un lujoso barrio residencial, de la marca y modelo de su
deportivo, y de que lo ganaba muy bien. A unos les hacia
gracia su comportamiento; otros sentíamos vergüenza ajena. Así era él: no un
mal tipo, sino un perfecto imbécil. En la misma tertulia conocí a un señor muy
importante que creía que el nombre determina a la persona. –Desengáñese, Tomás,
-me decía refiriéndose a un conocido nuestro-, llamándose como se llama, no es
de fiar. Y miren por donde, como errar es de humanos, aquel pobre hombre
cometió un “error” de varios centenares de miles de pesetas de entonces, y el
señor importante nada más conocer la noticia me soltó a bocajarro: -¿Qué le
dije? ¡Ya lo sabía yo!
A lo que
iba, cuando conozco a alguien no le hago preguntas impertinentes, no analizo su
nombre, y no me presento como Tomás Delgado Arbelo, juntaletras. Lo primero
sería de mala educación, en lo segundo no creo, y lo tercero se lo tendría que
explicar con calma. Mejor Tomás a secas, ¿para qué más?
No hay comentarios:
Publicar un comentario