Hace
dos noches quería contarles algo y se me fue el santo al cielo, o la memoria se
me acercó un poco más a la tierra, que dicho sea de paso, es donde acabará. Es
una simple anécdota, pero muy significativa.
Tenía necesidad de comprar pan, pero por menos de dos euros no me apetecía
cambiar un billete de cincuenta ni pagar con tarjeta de crédito. Entonces eché mano de las monedas de uno y dos céntimos que voy
dejando en una bandeja. Pero, tras reunir y contar las que necesitaba, acabé
desechando la idea porque, a dónde iba yo con tanta “metralla” y qué pensaría
la panadera. El miedo al “qué dirán ”nos condiciona hasta el absurdo de lo que
les cuento, sólo por mantener las apariencias. Nos da reparo aparentar ser más
pobres de lo que en realidad somos. Tratando permanentemente de disimular la
edad, las carencias físicas, culturales y económicas, acabamos esclavizados por
el personaje que elegimos representar. Y en el pecado va la penitencia, porque
el miedo al ridículo nos lleva a caer en él, y el esfuerzo por mostrarnos
cultos y pudientes nos empobrece aún más. El vestuario, los afeites, los
compromisos sociales que tanto nos preocupan y afirmamos necesitar, además de
inútiles, son un sumidero insaciable. Sencillez y limpieza es cuanto se precisa
para salir a la calle con la cabeza alta y sin complejos. El resto sólo sirve
para engañarnos a nosotros mismos y enriquecer a quienes lo fomentan. Pensado y
hecho: dejé el disfraz en casa y salí a comprar con el bolsillo repleto de
pequeñas monedas.
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