En este mundo hay infinidad de cosas que nos están vedadas.
Algunas las conocemos, otras no. Las que nos vedan personas o circunstancias y
aquellas que nos vedamos nosotros mismos, es posible que un día se vuelvan
asequibles. Quienes no desean vernos más (o nosotros a ellos), los problemas
que somos incapaces de resolver, los lugares donde no queremos o no debemos
regresar, son como bolas que giran en el bombo del azar, sin que sepamos cuál
de ellas acabará pariendo ese oscuro y caprichoso vientre, fuente de
bendiciones y desgracias. Todos, en mayor o menor medida, padecemos esto. Y las
opciones, dependiendo de cuánto nos importa, son aceptarlo o rebelarse, porque
la indiferencia, en tales casos, sólo enmascara la cobardía. Detesto las
prohibiciones, no me gusta prohibir ni que me prohiban nada, pero sé que para
mí están vedadas ciertas personas, ciudades, calles, casas, plazas, cafeterías,
páginas. Entristece, indigna y conmueve saberlo, aunque el respeto, la dignidad
y el sentido común obliguen a aceptarlo. El maestro Borges, lo expresó muy bien
en su poema 1964: “Sólo me queda el goce de estar triste,/ esa vana costumbre
que me inclina/ al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.”
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