A los juntaletras nos piden que escribamos cartas de amor y
poemas, cediendo al interesado los derechos de autor. -Hombre, usted sabe cómo
decir estas cosas, nos suelta a bocajarro el enamorado de turno, y no sirve de
nada advertirle que la destinataria no es tonta, y se va a dar cuenta de que
las letras no fue él quien las juntó. Como un favor no se le niega a nadie, uno
trata de indagar cómo es ella, antes de perpetrar la misiva o los versos. Y,
créanme, si diera por cierta la descripción de la señora o señorita, pensaría
que se trata de la mismísima Venus. Lo cual complica en extremo la cuestión, porque
si enamorar a una mujer es empresa ardua y difícil, tratándose de una diosa ya
ni les cuento. Pero el osado pretendiente, que no sabe quién fue Cyrano ni
falta que le hace saberlo, insiste tanto que acabas cediendo. –Bueno, ¿y qué le
digo? -¡Y yo qué sé! El que sabe de esto es usted. Ante tamaña fe, en vez de
desengañarlo contándole que de estas cosas sabes tanto o menos que él, te
resignas y escribes lo que te ha pedido. Por supuesto que lo haces pensando en
la que a ti te importa y no en una desconocida. Quizá por eso, acabe en éxito o
en fracaso, siempre te deja una cierta amargura en el corazón.
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