Llevo tiempo con la conciencia semidormida. No hablo de la que se empeña
en verlo todo negro y ejercer de fiscal. A esa la tengo bien sujeta. En cuanto
se propasa lo más mínimo, trata de imponerme su criterio o me acusa de algo, la
paro en seco y le recuerdo que el único juez de mi vida soy yo. A la conciencia
que me refiero es a la que me indica dónde, cuándo y qué debo mirar para
conocer y comprender el mundo, sin extraviarme ni perder el tiempo. Cuando no
le hago caso y miro hacia donde no debo, me distraigo, me engaño y me dejo
engañar por lo irreal, y acabo en medio del desierto, o, peor aún, entre arenas
movedizas de las que siempre me acaba rescatando. Es abnegada y fiel, pero hay
momentos en los que, harta de que no la escuche, se adormece. Ahora está así.
Los caprichos y alucinaciones, cuando se es joven carecen de importancia y son
gratuitos; a cierta edad se pagan muy caros. No puedo evitar que me atraiga lo
desconocido, pero sé que sin ella a mi lado y bien despierta, mis aventuras
suelen acabar mal.
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