Creo que me estoy enamorando y, la verdad, no quiero. Pero
tampoco me engaño, y en el amor querer o no querer vale de poco. Por más que te
resistas, sucumbes. Nadie puede embotellar el mar ni detener el viento. Como es
inevitable recordar experiencias pasadas, ante tal posibilidad el corazón se
alboroza y el cerebro tiembla. Para colmo de males, la interesada,
supuestamente no lo sabe, y el interesado ignora cual será su respuesta.
Algunos no solo tropezamos dos veces con la misma piedra, sino que la buscamos
o nos la ponemos delante para poder tropezar con ella. Dicho lo cual, que es
tan cierto como que aquí es de noche, vamos a lo que importa. Si alguien me
preguntara en estos casos, ¿por qué nos enamoramos?, podría pasarme el resto de
mi vida tratando de explicarlo, pero la conclusión sería que ni lo sé ni me
importa saberlo. Simplemente sucede, y qué yo sepa, nadie se plantea si
respirar o no, o la composición química del agua cuando la sed lo impulsa a
beberla. Tampoco se me ocurre la razón por la cual la elegida es esta y no
aquella, ni el por qué no evaluamos previamente los pros y los contras de una
decisión que puede salvarnos o arruinarnos la vida. Sentirlo o no sentirlo, esa
es la cuestión. Si lo sientes arriésgate, aún sabiendo que apuestas todo cuanto
eres y tienes a una sola carta. Peor que perder es no apostar y quedarte con la
duda de si esa carta te habría hecho ganar la mayor de las riquezas.
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